Ahora que Z ha subido a vernos desde Llobregat, pienso que no hay por que temer. Si bien Eugenia tiene razón, no hay que temer. Es cierto que no lleva medias, que no está atento a lo que uno le dice. Está deteriorado, Eugenia me lo remarca en la cocina mientras descorcho la primera botella. Z mira a los niños y los atraviesa con su voz, como si no los reconociera. También es cierto que me ha dicho que su vida durará poco, que no piensa ir muy lejos. Ha regresado de las islas y se ha puesto a buscar trabajo. Su cuñada está loca, depresiva y es lo único que sé de la gente con la que vive. Tampoco sé por que decidió emigrar, ni por que siempre vuelve a estar en punto cero, como nosotros. No hay por que temer, solo pasará la noche en casa. Eugenia se quedará con los niños, dormiremos en el cuarto de ellos todos juntos y él en el sofá. Hasta que arranque la noche nos quedaremos tomando vinos, recordando los viejos tiempos, haciendo un repaso de vidas ajenas y lejanas, que alguna vez fueron nuestras.
Ahora que Z está aquí lo pienso, es que estamos solos, no importa lo que hagamos. Ese pensamiento me azota hasta en la intimidad del hogar, cuando siento que he completado todos los anhelos de un ser pleno. Ahora me asusta, porque Z me refuerza la idea de la precariedad, de la permanente movilidad de nuestro pueblo destruido, de nuestra generación perdida.
Nuestro único anhelo ha sido salvarnos y aquí estamos, idos, siempre volviendo a comenzar, con una valija de esperanzas tan precarias como las pocas pertenencias que nos hemos podido agenciar en una vida de inquilinos del bienestar ajeno. Ahora que Z me cuenta que quiso regresar, entiendo que el regreso es imposible. Es una tautología, como si uno siempre quisiera recurrir a la misma parábola que en el fondo nos aplasta. Como la roca de Sísifo, que subía la cuesta y luego caía para atrás para aplastar a los que es empeñaban en hacerla llegar a la cima. Así es nuestro país, está lleno de esperanzas como esa. Esperanzas que finalmente nos dejan con la sola opción de huir.
Z está callado, se ha quedado sin palabras, también nos hemos quedado sin vino. Se nos acabaron los recuerdos, y los recursos para recuperar la memoria. Entonces percibo algo que me lleva al cuarto y a los niños y a decirle a Eugenia que baje por la escalera de incendios, que salga con los chicos por la ventana. Hay que huir en plena noche.
-¿ Así?
-Sí, así, ya no podemos seguir aquí, tenemos que irnos en este preciso instante.
-¿A dónde?
-No lo sé, solo podemos salir de aquí rápido, en dirección al mar.
Los tres niños y nosotros, nos hemos abrigado porque hace frío, solo llevamos lo que Eugenia pudo meter en dos maletas. Le hemos pagado a un pescador nocturno para que nos deje en Sant Feliu. Hemos eludido la guardia costera y nos adentramos en esta ciudad nueva. Esperaremos el amanecer para encontrar un refugio, tal vez hallaremos a alguno de los nuestros para que nos aloje hasta instalarnos. Luego volveremos a empezar.
-¿Por qué lo hicimos?
¿Emigrar? Por tipos como Z, que parecen pero no son, porque si regresamos todos serían como él.
-¿Cómo te diste cuenta?- Me pregunta Eugenia abrazando a los chicos.
-Algo en su mirada me lo dijo.
1 comentario:
Conmueve la nostalgia que transmite el texto.La soledad e incertidumbre del que "alquila el bienestar ajeno".
Cierto aire de narrativa austeriana:Z
me gustó.
ASSY
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